domingo, 12 de enero de 2014

Niños excesivos ¿desatentos o desatendidos?


Nieves, con 5 años es una alumna recogida dentro de lo que llamamos acnees, una niña que presenta necesidades educativas especiales. Ella nació antes de lo previsto, es lo que en medicina se define como una niña prematura. A lo largo de sus años de vida sus padres, maestras y orientadoras han visto cómo día a día, mes a mes, su desarrollo se ajustaba progresivamente a lo que se espera para su edad. La última orientadora que la siguió comentaba que probablemente pudiera dejar las medidas educativas extraordinarias con las que se la cuidaba en su paso a la educación primaria. En una entrevista mantenida hace unos meses con sus padres estos contaban cómo en el hospital que la seguían la psicóloga les había hablado de que probablemente mostrara un Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), según contaba la pareja les dijeron que su hija tenía una parte de su cerebro dormido y que con la medicación adecuada podrían despertarlo. Interesante metáfora para un trastorno del que se habla sin pudor de su etiología neurológica a la vez que se afirma que no hay la menor evidencia de que responda a ningún patrón cerebral conocido.

Para afrontar la causalidad orgánica curiosamente contamos con docenas de escalas de observación que cruz a cruz consiguen transformar la percepción de los adultos en fascinantes curvas estadísticas. Pasamos de la opinión social a la neurona con sólo unas pocas celdas de nuestras bases de datos.

Desde hace unos meses uso una representación gráfica para hablar con padres y maestros sobre el trabajo de evaluación que comporta la actividad orientadora. Les dibujo cestos/bandejas y les cuento que parte del trabajo evaluador pasa por saber en qué bandeja cabría colocar a un alumno que presente necesidades educativas especiales. También la representación sirve para muchos de los alumnos que sin presentar esas necesidades específicas tienen una forma peculiar de aprender o su ritmo/manera/condiciones no se adecúan a lo que entendemos como una forma adaptativa de aprender. TGDs; discapacidad intelectual o cognitiva; alteraciones motrices, visuales o auditivas; retraso madurativo; trastorno de la conducta y las emociones… Algunas de esas cestas son evidentes, hay criterios claros para determinar por qué las usamos y para qué son útiles (en ciertas situaciones y condiciones) a la hora de ajustar la respuesta educativa a un alumno o una alumna. En otros casos la situación no es tan clara. Esto parece así en la casilla TDAH.

En el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM IV/V) se plantea excluir el diagnóstico de TDAH si existe otro trastorno mental que explique el comportamiento del niño. El CIE 10 propone la exclusión si se encuentra en el niño: trastornos generalizados del desarrollo; trastornos de ansiedad; trastorno del humor (afectivos); o esquizofrenia.

¿Cuántos de los niños y niñas valorados desde el sistema educativo como TDAH se incluyen en estos otros epígrafes? ¿Con qué recursos o herramientas podemos valorar estos juicios diagnósticos diferenciales desde la orientación educativa? ¿Puede la psiquiatría o la psicología determinar relaciones causales entre conductas y etiología con suficiente claridad para separar de manera significativa comportamientos iguales que tienen orígenes distintos?

Armando Bauleo proponía en 1997[1] que nuestra mirada, como operarios de lo psi, no era limpia. Bien al contrario, sólo veremos delante nuestra lo que ya teníamos previamente en nuestra cabeza. Tomemos un poco de distancia para explicarlo con más claridad: pongamos ante un mismo fenómeno natural a un físico, a un biólogo y a un químico. Fácilmente nos encontraremos con tres lecturas distintas debidas a la formación disciplinaria de cada uno de esos profesionales. Pensemos en algo más próximo, la presencia y el comportamiento de un niño en un aula e imaginemos cuanto de lo que vemos lo llevamos previamente en nuestra cabeza, prejuiciosamente, más allá de lo que el niño o la niña nos muestre (exactamente más acá). Esto no es en sí un problema, diríamos bien lo contrario, sólo podemos acercarnos en nuestro hacer orientador a otra persona con algo en la cabeza, con lo nuestro… Pero la cuestión no es tanto ir prejuiciados como no saber que lo estamos, obviar cómo formamos parte de la situación, del factor evaluador no sólo depende el comportamiento de nuestros alumnos. También nuestra forma de ver y entender lo que tenemos delante es parte de la ecuación orientadora.

Hace unos meses en el corcho de entrada de un centro educativo quedó prendido un papel, una fotocopia que recogía una entrevista a un conocido psiquiatra madrileño que vaticinaba que aún quedaban muchos niños y niñas hiperactivos por diagnosticar. Teníamos que acercarnos al 5% de la población tal y como ya ocurría en otros países, mencionando expresamente a Estados Unidos como referencia epidemiológica. Este furor diagnosticador es también reconocible en otros investigadores del TDAH[2], que afirman que si los síntomas desaparecen con la edad es que no estamos realizando un análisis adecuado del trastorno, de manera que si los comportamientos alterados desaparecen con la edad hay que buscar otras formas para reconocer este trastorno y no dejar escapar a muchos trastornados de desatención e hiperactividad. En el mencionado texto se proponía incluir el exceso de velocidad entre las manifestaciones del TDAH en adultos (claro, habría que contar a aquellos menores acelerados que también conducen imprudentemente aunque no cuenten en las estadísticas de tráfico).

¿Cuánto hay de social en esta nueva epidemia? ¿Qué se puede mover en nuestro imaginario social con estos niños inquietos, excesivos que no se paran con nuestras palabras, ni nuestros gestos? ¿Cómo nos resuena a madres, padres y educadores que nuestros niños y niñas no nos hagan caso, no se sometan a nuestras indicaciones ni a nuestros deseos? ¿Cuánto nos perturba que el movimiento y la actividad ocupen lugares en los que esperamos –y exigimos- quietud y sometimiento? ¿Dónde se hacen estas preguntas? ¿Cuándo nos las hacemos los orientadores?

Desatender las situaciones –su marco social, los escenarios y situaciones en los que se producen los comportamientos- desde las que surgen las conductas hiperquinéticas no es sólo falta de rigor científico y profesional, es parte del problema que padecen muchos de estos niños y niñas.


Dejar de preguntarnos qué les pasa a eso niños y niñas, a sus padres y madres, a sus maestros, registrando sólo comportamientos desacordes es dejarlos a ellos desamparados, atrapados en etiquetas y tratamientos que en vez de mirarlos a ellos los convierten en presa de nuestra desatención.



[1] Bauleo, A. (1997): Psicoanálisis y Grupalidad. Editorial Paidós, Bs. As.
[2] R.A. Barkley (2009) Avances en el diagnóstico y la subclasificación del trastorno por déficit de atención/hiperactividad: qué puede pasar en el futuro respecto al DSM-V. Revista de Neurología 2009, nº 48 (Supl. 2)
 

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Psicólogos u Orientadores

Hace unas semanas el Colegio Oficial de Psicólogos hizo público un documento firmado con diversas organizaciones sociales demandando la incorporación de la figura del psicólogo educativo a los centros escolares. Si quieres leer la propuesta pincha aquí. Esta situación ha provocado en mí, psicólogo y orientador, una confusión inicial y un proceso de análisis que ha provocado las cuestiones que comparto a continuación.

Gato negro, gato blanco, qué más da.

Lo importante es que cace ratones

Empezar a hablar de esta supuesta disyuntiva me remite a pensar en mi vida profesional. Haré al revés que (casi todos) los psicólogos: en vez de oír a los demás contar sus vidas, me tomo como caso n=1 y recuerdo algunos hitos de mi experiencia profesional. Tras licenciarme en la primera promoción de la universidad complutense de Madrid que otorgaba un certificado de especialidad (clínica era la mía) comencé a trabajar en el campo de la salud mental. La crisis del 92 se llevó entre otras cosas mis planes a medio plazo y una casualidad me llevó a diseñar e impartir el Curso de Formación nº 9 de Ceapa: Defensa de los derechos de los niños y las niñas. Por esas épocas Ceapa buscaba alguien que coordinara la formación y yo buscaba trabajo. Llegamos a un acuerdo y me dediqué durante 8 años a organizar escuelas viajeras, diseñar cursos y orientar a padres y madres de las distintas federaciones y confederaciones desde lo que se denominó Servicio de Orientación Formación e Investigación. Cansado de no tener territorio (el estado se convertía en un ente que sólo los fines de semana se transformaba en personas con caras y necesidades concretas) decidí migrar a un espacio de intervención más reducido: fui contratado por un colegio privado que tenía entre sus prioridades la educación para la salud. Allí, como “psicólogo” transformé el despacho en departamento y empecé a trabajar en el marco de la orientación: educativa y personal, familiar e institucional. Y digo que transformé porque no renuncié. Desde ese lugar atendí junto a otras compañeras a cientos de chicos y familias, tutores y equipo directivo para hablar de aprendizaje y desarrollo, para pensar en coordenadas educativas (más allá de lo instructivo o de los muros del recinto escolar) sobre cómo ayudar a crecer y a aprender a nuestro alumnado.

Cuando la experiencia me indicaba, tras 6 años de trabajo, que las cosas no podían ir a mejor y que seguía interesado en un campo de la psicología y de la orientación me propuse pasar a la administración pública. Oposité y pasé a ser orientador en centros púbicos, primero en equipos sectoriales (EOEPs) y después en diversos institutos. En la actualidad disfruto y sufro las condiciones del nomadismo insertándome y aprendiendo de las distintas comunidades educativas en las que me toca trabajar.

Además de estas actividades principales me he dedicado fundamentalmente a estudiar los fenómenos grupales e institucionales. Trato de plasmar parte de mi práctica manteniendo un ritmo de producción científica habitual, que habitualmente se recoge en diversas revistas científicas. Además soy psicoterapeuta reconocido por la FEAP y en la actualidad ocupo el rol de presidente de una asociación de psicoterapia.

Pienso en mis itinerarios personales al hilo de la propuesta de esta mesa y trato de dilucidar mi posición ante su título. Pienso también en el inspector Leo Caldas, personaje de las recomendables novelas del gallego Domingo Villar, cuando en su semanal programa de radio apunta a modo de resultado futbolístico Municipales 5 policía nacional 1. Por cierto, a él siempre le gana la competencia. Sería fácil saturar el discurso y decantarse por orientadores frente a psicólogos o a la inversa. Y también sería a mi juicio una trampa presentar esto como una pelea cuando lo que importa son otras cosas.

Desde mi acotada experiencia, mis diversos lugares y roles, prefiero pensar que de lo que se trata es de contar con recursos y espacios para poder atender las necesidades de desarrollo y aprendizaje de la infancia, los y las adolescentes. Y en esto, que he hecho en buena medida mi objeto de trabajo y de investigación, me he encontrado a profesionales tan válidos desde el campo de la orientación como desde la psicología. Y para mí no es tan relevante el origen de estos profesionales como su marco de actuación y su modelo de trabajo.

Situación 1: un profesor con experiencia expresa en una reunión de tutores sus dificultades con un grupo de diversificación en 3º ESO. La propuesta de colaboración desplegada con cuidado en unas semanas lleva al orientador a intervenir con el grupo. Desde una perspectiva se propone una estrategia de mediación, traducción en palabras de Jaume Funes, que en unas sesiones va permitiendo ajustar percepciones, definir posibilidades y acotar un espacio de trabajo de interés común para el alumnado del grupo y para el profesor. Un momento crítico es el de transformar una propuesta difusa en una valoración psicopedagógica grupal: el grupo reclamaba al profesor una atención equiparable a la que dispensa un maestro en 4º o 5º de educación primaria (guiar los subrayados, pedir cuadernos, preguntar exactamente lo que pone en el libro, no restar contestaciones incorrectas para corregir el efecto del azar en las pruebas tipo test). A la semana siguiente la intervención del orientador recupera una “lectura” de ciertos hechos: los alumnos piden una supernani (devuelto: alguien que les diga lo que tienen que hacer, lo que está bien y lo que está mal, que les regañe y que les premie) o un hermanomayor (alguien que acompaña y da consejos, que aguanta y espera a que el otro crezca). A continuación se examinan los distintos logros y dificultades, y se apunta a que parte del grupo ha respondido con más atención y trabajo (un grupo de chicas que se sientan juntas) mientras que otro se ha convertido en el fondo sur (frente hooligan ahora que se redujo el ruido en otras partes del aula). Ante la pregunta de qué hacer (mostrando las partes pero señalando que el problema corresponde al todo, al grupo) alguien sugiere recolocarse en un espacio donde el profesor aceptó frente a su criterio adoptar una disposición en “U”. Una alumna se ofrece para pasar al otro lado, los chicos señalan que de ciertas maneras el cambio es ineficaz… En unos minutos los chicos y chicas del grupo asumen su papel en una situación difícil “en este grupo tenemos un problema: sus integrantes quieren aprender y no quieren aprender” y responden manejando las resistencias al cambio.

¿Lo descrito es orientación? ¿Psicología de la educación? No sé en qué espacio de la intersección de las dos disciplinas cabe ubicarlo cabalmente. Eso no quita para poder recuperar algunas claves fundamentales de la intervención. La primera remite a Kurt Lewin y sus desarrollos de la investigación acción. Curiosamente es un gran investigador que acuña términos tan fundamentales como la psicología dinámica o la investigación-acción. Siguiendo este hilo traslado el campo (social) a otra polémica: la introducción de prácticas clínicas. Y aquí no sólo me remito a Freud (toda psicología es psicología social) o a Pichon-Riviere (el grupo como referente de análisis y acción), también recojo tradiciones como la de Stenhouse o Elliott, las de Aniscow o Meirieu.

Dicho de otra manera, quizás me importe poco cómo se lame quien haga el trabajo, lo importante es que el trabajo se haga. Y cómo se haga.

Con barba san Antón

y si no la Purísima Concepción

Porque esto me lleva a mí, como psicólogo y orientador, a definir un tema que me genera un alto nivel de dificultad y tensión profesional. Hablo de las intervenciones que desde el paradigma oficial (tanto de la orientación como de la psicología) plantean que el trabajo a hacer es previsible, sistematizable, controlable y falsable. Me refiero aquellos planteamientos que surgieron en los años 70 del siglo pasado y que pretendían hacer de las ciencias de la conducta un sistema gobernado por los mismos presupuestos y procedimientos que las ciencias naturales. El llamado conductismo impregnó los espacios académicos de la psicología y la pedagogía y pretendió hacer un isomorfismo de sus coordenadas teóricas (bastante frágiles) con el objeto de estudio (si no sé qué pasa en la caja negra –los procesos mentales- los ignoro y estudio sólo estímulos y respuestas).

Esto, en términos prácticos y en sus efectos más dramáticos queda enmarcado en la denominada intervención por programas. En este marco conceptual, pero también ideológico, se pretendía (y se busca aún) determinar un sistema de actuaciones excluyentes que tienen desde su inicio prefijado su final, excluyendo por ello, cualquier integración de la realidad y las necesidades de las personas implicadas en él, sean estos adultos o niños, docentes o alumnos, familias o profesionales. Estos programas incluyen en alguno de sus apartados una mención al contexto, pero es más retórica que otra cosa. De hecho una de sus cualidades (algunos afirman que sus virtudes) es que se pueden aplicar sin modificaciones sustanciales en cualquier lado y ante cualquier persona. Esta forma de trabajo, que implica una voluntad, habitualmente justificada por numerosos estudios y fundamentos académicos (no necesariamente conceptuales o teóricos) excluye de su campo de atención y de trabajo todos los fenómenos educativos relacionados con el aprendizaje, el desarrollo y la socialización que están fuera de foco. Quedan así excluidas todas aquellas cuestiones ligadas a las demandas de los participantes, las necesidades de la comunidad, la emergencia de imprevistos (no sólo como problemas sino como campo de trabajo). Nos referimos a una práctica psicopedagógica incapaz de escuchar y de crear, que igualmente puede ser desarrollada por psicólogos o por orientadores.

Desde otra perspectiva, las condiciones de la práctica psicopedagógica más allá de las intenciones de sus profesionales se ha visto abocada en muchos lugares a lo que se denominó psicología de gabinete, una forma de trabajar que sólo atendía peticiones desde un marco de referencia individual y omitiendo cualquier interés por el contexto de desarrollo. En este sentido Fernández Sierra[1] elabora un listado de dificultades relacionadas con esa forma de trabajo que atribuye a un modelo psicologista y que yo proyectaría sobre una forma de hacer orientación. Por ejemplo cuando se da la paradoja de que los equipos de orientación que tienen un marco sectorial, territorializado, para desarrollar funciones de ámbito comunitario, ven reducida su actividad a una oficina de evaluación emitiendo informes para los centros. En muchas ocasiones el argumento de hacer lo que se puede (dada la falta de recursos y su distribución desigual) se traduce en atender a algunos alumnos descontextualizadamente y emitir juicios diagnósticos que tienen efectos en el alumnado y sus familias además de determinar la asignación de ciertos recursos y sugerir determinadas medidas escolares.

Recurriré a un orientador extranjero Gerardo Meneses[2] para realizar una lectura poco extendida en nuestro país. Este profesor mejicano defiende que la orientación además de ser un campo científico y una disciplina de intervención en el contexto escolar es un “proyecto ético-político de participación en la formación de sujetos”. Ilustremos el comentario sobre nuestro contexto español, pensemos por ejemplo cómo la figura actual del orientador surge en el proceso de definición de la llamada “Reforma” la LOGSE y la actual configuración profesional, 20 años más tarde, se rige por sus condicionantes generales tanto como por sus determinantes específicos. Es posible que buena parte de las dificultades de inserción de los profesionales de la orientación tenga que ver con esto: podrían haberse vivido como quintacolumnistas de una reforma que era vivida como amenazante y complicada para el resto del personal educativo de los centros. Los fundamentos psicopedagógicos de la LOGSE que pretendían transformar un sistema educativo eran los mismos que sustentaban el quehacer de los orientadores (desde velar por procedimientos y actitudes a hablar de distintos ritmos y modos de aprender, desde proponer agrupamientos flexibles a educar en valores).

Poco ha habido de reflexivo y de crítico hacia esta forma de pensar la orientación y ello en ocasiones ha dado lugar a conflictos poco útiles entre los profesionales de la orientación y entre estos y la política educativa. Si bien el adjetivo crítico es frecuentemente utilizado en ciertas formas de pensar y hacer educación, resulta difícil verlo aplicado a la orientación. Incluso recuerdo una ocasión en la que un importante profesor se refirió al rol del orientador como el de “amigo crítico” de los equipos directivos, retomando una tradición enunciada por la pedagogía inglesa[3] y que hablaba de una aplicación de esa cualidad hacia otros, no hacia uno mismo. Esta forma acrítica de entender la intervención educativa también existe en esa psicología cientifista que cree que sus enunciados (con aspiraciones a principios o leyes) pueden eludir su contextualización social e histórica, evitando afrontar un posicionamiento ideológico y político que se pretende evitar en nombre de la ciencia.


Acordándonos de Santa Bárbara cuando truena

Se ha hablado de los psicólogos escolares y de los psicopedagogos de muchas y curiosas maneras: magos sin magia, paquistaníes (pa`quí stan estos en los centros educativos) y también, con más optimismo, de apaga-fuegos, de bomberos. Nosotros queremos proponer una visión ecológica, que surge de la teoría de la complejidad[4] y que nos permite utilizar para los espacios educativos el concepto de ensayo para contraponerlo al de programa. Lo traemos con una triple significación, así pensamos que en contextos escolares es posible adoptar diseños de investigación en los que la situación a estudiar permita validar hipótesis sobre la práctica, sea sobre la forma de aprender de un alumno, sobre las causas de un comportamiento inquieto en el aula, sobre las formas de comunicación de un claustro o sobre los mecanismos de participación comunitarios de un barrio. Ensayo también desde la producción de conocimiento, entendiendo que la experiencia educativa puede y debe ir acompañada de un trabajo reflexivo al que le viene bien acompañarse de una elaboración narrada. También ensayo desde una perspectiva artística, de la misma manera que podemos analizar y aprender en los ensayos en un grupo de teatro o en una orquesta, entendiendo los ensayos como movimientos de aproximación a una meta y entendiendo que el valor principal de la tarea educativa está más en el camino recorrido hacia un objetivo que en alcanzar el objetivo mismo.

Desde otra perspectiva creemos que la psicología educativa y la orientación deben surgir de un compromiso con la práctica que vaya más allá del despacho, incluyendo una visión comunitaria del hecho educativo, de acto de enseñar y aprender. Y eso no significa, como ciertas lecturas del modelo de la psicopedagogía logse han pretendido, abandonar la atención individual para entrar en el plano de lo colectivo. Esta propuesta, que curiosamente no se fundamentaba en motivos científicos sino de gestión (es muy caro atender alumnos individualmente y como los recursos son escasos debemos actuar por “programas”), encierra la trampa de sugerir que todo es prevenible y evitable sin tener que hacer frente a los problemas reales de los chicos y chicas que pueblan nuestros centros. Y es una trampa ideológico-política peligrosa sobre todo por su ambigüedad, ya que reclama un modelo de hacer sin explicitar los supuestos que lo fundamentan.

Para nosotros es preciso asumir que la compleja tarea de la intervención psicopedagógica requiere no sólo de habilidades y compromiso para trabajar con el alumnado que lo necesita (esto no quiere decir alumnado con “necesidades”) sino de utilizar esa experiencia para articular estrategias complementarias en los planos institucionales y comunitarios. Una antigua compañera de batallas escolares que se trasladó a vivir a Granada me contaba hace unos años por teléfono con asombro cómo el orientador (psicólogo) de su centro la asesoraba sobre alumnos que no había visto nunca. ¿De dónde surge aquí el conocimiento desde el que compartir el trabajo educativo? ¿de los libros? ¿de los cursos realizados? ¿de experiencias realizadas en otros contextos?. ¿Por qué tenemos que asumir resignadamente ser baratos en vez de reclamar los recursos mínimos con los que hacer dignamente un trabajo que la normativa y la sociedad nos encomiendan.

Las personas crecen y aprenden ligadas a contextos concretos ¿qué significa que un alumno de tercero de primaria no aprenda a leer correctamente? ¿qué valor tiene esto cuando ocurre a un número significativo de alumnos de un ciclo? ¿hay que brindar apoyo psicológico o logopédico a estos chicos? ¿debe implicarse sólo al profesorado de esos niveles en una respuesta más ajustada? ¿podemos enunciar propuestas en el nivel institucional, proponiendo un proyecto de promoción de la lectura que implique tanto a docentes como a padres y madres? ¿debemos reactivar las relaciones con la escuela infantil adscrita para potenciar actuaciones organizadas de prelectura y prescritura? Es posible que la articulación de lo escolar y lo psicológico nos obligue a valorar muchas de estas propuestas a la vez y que debamos pensar por qué un chico no puede manejar el “orden” de las letras, confundiendo constantemente b y p, d y q, y también qué valor tiene en una comunidad la competencia de “leer” los mensajes de la institución escolar o el contexto social en el que se encuentra.

Integrar lo comunitario en la práctica psicológica u orientadora nos obliga a pensar en términos profesionales en lo político. Pensar, por ejemplo, en convivencia escolar en este marco remite al aprendizaje sobre el poder que todo centro puede ofrecer a sus integrantes. Significa poder hablar de lo legítimo y lo ilegítimo de la autoridad, de la necesidad de reconocer el error como una de las posibilidades del quehacer adulto, de las condiciones sociales que se reproducen en la escuela y de las posibilidades de los protagonistas en transformar las condiciones con las que cada niño y cada niña entran en la escuela. En un sentido práctico esto nos lleva no sólo a hablar de normas y principios generales de la convivencia escolar, también del papel y el valor de los consejos escolares, las asociaciones de alumnos o el claustro como espacios de producción y responsabilidad democráticos. No sólo se trata de abrir espacios de mediación y prevención de conflictos, también se puede pensar el valor educativo y socializador de las estructuras de representación su impacto en las estructuras sociales establecidas.

Y si incluimos el análisis de lo político desde lo comunitario, no podemos menos que aludir a la función crítica del lugar de la psicología y la orientación en el orden educativo que los sostiene. Pensémoslo así, si psicólogos y orientadores cumplimos una función social en estas coordenadas sociohistóricas, a qué juegos de poder servimos, con quiénes nos encontramos enfrentados por cuestiones que trascienden lo personal o lo incidental en claustros y comunidades educativas. El análisis crítico de nuestra función social nos permite revisar con alguna distancia nuestro contexto de actividad y nos ayuda a delimitar los aspectos inducidos o poco claros. Pongamos un ejemplo: tras décadas en las que los maestros podían continuar su formación cursando una serie de materias de psicología, esta puerta se cerró a la vez que se ofrecía un estudio de “segundo ciclo” de psicopedagogía. En esos momentos la especialidad docente de los psicólogos o pedagogos en el sistema educativo se denominaba “profesor especialista de psicología y pedagogía” en una yuxtaposición tan compleja como infrecuente. Hace poco tiempo esta formulación se ha trasladado en “especialidad en orientación” y poco después de este movimiento reaparece como demanda la inclusión del psicólogo educativo en nuestro sistema escolar.

Pensando en las condiciones de los tiempos en los que nos ha tocado vivir y hacer psicología u orientación, señalaríamos la falta de definición como una cualidad de estos perfiles profesionales que históricamente tiene cierto interés. Concretamente, en nuestro sistema educativo, el orientador es un profesor cuya especialidad es la orientación. Esto parece poco relacionado con algunas de sus funciones más relevantes (evaluar, desarrollar programas, desarrollar actuaciones dirigidas a familias…) y si bien resulta aparentemente funcional al sistema, no hay que contar con un cuerpo específico o diferenciado, en la práctica resulta algo confuso y una fuente de complicaciones, como cuando el resto del profesorado no puede o no quiere entender que una evaluación de un alumno no es hacer un examen, o cuando toca manejar el secreto profesional en un aula en la que está un alumno que ha sido entrevistado con anterioridad. En esas ambigüedades se mueve también la cuestión de lo psicopedagógico que parece en ocasiones un refrito de psicología y pedagogía y no es ninguna de las dos cosas. Álvarez[5] planteó una imagen clara de la orientación psicopedagógica como una sofisticada tarta integrada por capas de distintos productos, con texturas, sabores y densidades diversos. La metáfora es potente, pero también peligrosa, pues no sabemos en qué condiciones esa sofisticación tan frágil se puede descomponer y transformarse en un batiburrillo sin utilidad.

Frente a una actitud un tanto omnipotente de la orientación (o la psicología) como una fuente de soluciones para todo, para todo aquello que ocurre en el contexto de los centros educativos, proponemos una revisión de las estructuras de orientación en la que pueda recogerse la diversidad y la complementariedad de funciones. Desde aquí reivindicamos una vuelta a lo interdisciplinar visto como articulación de distintos saberes que trabajan juntos para abordar problemáticas complejas y no como una amalgama. En este sentido no vamos a caer en la ingenuidad de proponer esquemas en los que todo se suma para bien, conscientes como somos de que el trabajo en equipo implica dificultades y costes importantes. Pero reconociendo el esfuerzo que eso requiere, podemos plantear que el abordaje de las dificultades del aprender y del enseñar puede requerir la concurrencia de profesionales de la psicología, la pedagogía, la educación social, la sociología… Y que eso nos obliga, entre otras cosas a la incómoda e imprescindible tarea de determinar campos de trabajo, analizar solapamientos, localizar ángulos muertos de cada disciplina… y articular formas de trabajo en las que la diferencia es además de una dificultad, una necesidad para atender una realidad múltiple y compleja.

Esta necesidad de clarificación también debe desarrollarse en relación a los otros grupos integrantes de las comunidades educativas. Esto lleva a revisar las articulaciones funcionales con los tutores, discriminar con algo más de exactitud los diversos “asesoramientos” que desarrollamos los psicólogos y orientadores en los centros educativos, aclarar nuestro papel y competencias ante las familias o marcar las posiciones válidas en cuanto a agentes comunitarios insertos en una red social territorializada.

Complementariamente, y a la vez que se puedan ir determinando con más precisión los lugares de cada uno y las diferencias que los caracterizan, va a ser más necesario –y posible- establecer espacios de formación permanente y supervisión. Menciono este último término a sabiendas de lo complicado que es hablar de ello en contextos educativos, a diferencia de lo frecuente que es escucharlo en contextos de intervención con personas (sean sociales, sanitarios o de otro tipo), parecería otro problema de discriminación dentro de nuestro campo profesional reconocer las diferencias “intergeneracionales” en las que la experiencia además de ser un valor en el escalafón lo es como un recurso de desarrollo profesional para los más curtidos y de ayuda para los más jóvenes.

Termino estos comentarios cerrando el círculo ante lo semántico y creo que preferiría la definición de psicólogo de la educación antes que la de orientador siempre y cuando la primera significara poner delante al sujeto que aprende en contextos educativos que a estos o al proceso mismo de aprender. A conciencia de que en la mayoría de las ocasiones unos y otros van juntos, encuentro un valor determinante al anteponer la persona y su desarrollo a cualquier otra condición o factor que resultarían secundarios al mismo. Antes un niño que desea o teme que un proceso lector anómalo; antes una chica que quiere armar su proyecto vital que una elección de ciclo formativo; antes unos padres angustiados que un problema de disciplina; antes la construcción de vínculos entre personas que sostienen instituciones que el cumplimiento de un programa municipal.



[1] Fernández Sierra, J.: Orientación y transición en Educación Secundaria Del dirigismo a la integración curricular. Revista Cuadernos de Pedagogía. Nº 282, Julio-Agosto 2005

[2] Meneses Díaz, G. (2007). La orientación educativa y las aporías de la sociedad del conocimiento. Odiseo, revista electrónica de pedagogía, 4, http: / /www.odiseo.com.mx/2007/01/meneses- orientacion.html

[3] Aniscow, M. (2001): Editorial Narcea

[4] Morin, E., Ciurana E.R. y Motta, R.D. (2002): Educar en la era planetaria: el pensamiento complejo como método de aprendizaje en el error y la incertidumbre humana. Edita Universidad de Valladolid/UNESCO.

[5] Álvarez González, M. (1995): Orientación profesional. CEDECS.

martes, 12 de octubre de 2010

La función hace al órgano. Nuevas formas de exclusión social en educación

¿El hijo del obrero a la universidad?

El comienzo de curso ha incluido este año una serie de informaciones en diversos medios de comunicación que aludían a la necesidad de incrementar el número de alumnos de la formación profesional. Uno de los argumentos recurrentes para justificar esta cuestión es que nos sobran licenciados (ahora grados) y nos faltan técnicos cualificados, como si se tratara de impedir el acceso a los estudios superiores a chicos y chicas por la conveniencia de un mercado laboral tan impredecible como interesado a la hora de determinar la formación que requiere y lo que está dispuesto a pagar por ella. Podríamos hacer muchas lecturas de esta recomendación pero una nos surge en relieve: que la FP se convierta en un espacio formativo más generalizado a costa de recortar el número de chicos y chicas que acceden a la universidad. De otra manera, lo que habría que hacer, siguiendo estas recomendaciones es reconducir (orientar) a los potenciales interesados en la formación universitaria y plantearles que lo que tiene futuro y utilidad, lo que es más conveniente para ellos es dirigir sus pasos a formación más específica y práctica, consonante con las necesidades del mercado laboral. Mi pregunta aquí es ¿quiénes serían los que deberían desistir de llegar al grado o al master y escoger caminos más prácticos en lo formativo? Sin capacidad para responderla me asalta la inquietud de que la propuesta encierre un movimiento nada claro de segmentación social en el que aquellos más dotados (por disponer de recursos, oportunidades y apoyos económicos y sociales) sean los que “naturalmente” se encuentren destinados a la formación universitaria, mientras que los demás, vayan a hacer lo que parece más necesario socialmente reduciendo su potencial formativo y renunciando a sus propios intereses personales.

Otra cosa sería que lo que se plantee en las mesas, páginas y micrófonos de opinión es que nos empeñemos en conseguir que muchos de los chicos y chicas que ahora no finalizan su educación secundaria obligatoria o los que tras ella dejan de formarse que lo hagan adquiriendo competencias y titulaciones en los distintos niveles de la formación profesional. Se trata de subir el nivel formativo en nuestra sociedad, entre nuestros jóvenes, y no de bajarlo como parecería, por defecto, que se defiende desde demasiados foros de manera un tanto irreflexiva.

La escuela pública amenazada (una vez más, pero esta vez desde dentro)

Escribió Francisco Delgado en 1997 (La escuela púbica amenazada, Editorial Popular) sobre cómo el sistema educativo español respondía a una organización de tres clases de centros y alumnado: por un lado estaba el blindaje de las élites en los centros privados que perseguía perpetuar situaciones de privilegio educativo, económico y social. En un segundo nivel estaba la enseñanza concertada que permitía a las clases medias proteger su situación frente grupos que la amenazan desde la parte inferior de la pirámide social, y entienden la educación como un instrumento de promoción social para sus hijos e hijas. Por último la escuela pública quedaba para los demás, para grupos sociales en dificultad, para los inmigrantes menos integrados.

Ahora hemos conseguido construir una escuela excluyente dentro de la escuela pública al introducir como un criterio segregador el uso habitual de un idioma extranjero, lo que institucionalmente se conoce como centros bilingües. A través de esta iniciativa política hemos conseguido que se construya otra muralla social entre unos chicos y otros que va, posiblemente con importantes dificultades, a constituir comunidades con referentes, condiciones y expectativas distintas en un mismo centro educativo.

Una anécdota al respecto surge en un instituto del norte de Madrid, con sección en lengua francesa (se impartían en ese idioma materias como las matemáticas, las ciencias naturales o la tecnología). Trabajando en aulas de 2º de la ESO un profesor introdujo el uso del programa Power Point entre el alumnado y ocurrió que los integrantes de los grupos de la sección francesa disponían de un amplio conocimiento del uso del programa y los compañeros de los otros grupos no. Con estos últimos hubo que comenzar un periodo de formación en los usos básicos del mismo, con los primeros se pudo avanzar desde el primer momento con la propuesta pedagógica. Creemos que esta historia no solo se liga a la brecha digital, posiblemente represente la fractura social que se opera en la actualidad en esos centros que separan al alumnado por sus capacidades (en este caso por su habilidad para manejarse en lengua inglesa o francesa) y así están legitimando diferencias (de trato, de acceso a la educación, de posibilidades y expectativas futuras) que no obedecen a las características del estos chicos y chicas sino a sus condiciones económicas y sociales. Así nos vuelve una tradición educativa que va a reproducir diferencias y distancias en base al origen social y los actores educativos volvemos a alejarnos de formas de hacer educativas que se soporten en el desarrollo y el, tan aclamado, esfuerzo personal olvidándonos de la transformación y la equidad sociales que puede generar la acción educativa.

Desde esta perspectiva los modelos educativos bilingües (eufemismo cuando se piensa que sólo van a ser bilingües las personas y que los centros no hablan ni una nio dos lenguas) se han integrado en un modelo ideológico que basa su funcionamiento en la segregación y discriminación permanentes y en la que los recursos se brindan a los que más tienen con la justificación neoliberal de la rentabilidad. Estos presupuestos se justifican en que dar más a los más capaces va a producir un beneficio social mayor, sin detenerse a considerar cómo espera repartirse este beneficio. Pasamos del paradigma de la equidad, dar más a quien más lo necesita, al de la capitalización: obtener más desde el lugar en el que más se tiene.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Pensar la acción comunitaria en el espacio escolar

Bleger (1972: Psicohigiene y psicología institucional) pensaba la comunidad en su dimensión de articuladora y contenedora de instituciones, grupos y personas. Marchioni hablará de territorio, personas, necesidades y recursos. Pensemos en qué términos conviven y convergen distintas estructuras de recursos y servicios comunitarios en un centro educativo. Pongamos por ejemplo que se trata de abordar las drogas desde una perspectiva preventiva y en cómo pueden darse respuesta a las necesidades de la comunidad educativa.
¿Cómo articular respuestas colectivas en donde el territorio es un espacio de interrelaciones, colaboraciones, conflictos y tensiones? Pensar la comunidad obliga a representarse una estructura compleja en la que deben incluirse todos aquellos planos que en distintos momentos y distintas formas se expresan o comunican posiciones, propuestas y peticiones. Esto entra en conflicto con la estructura prefigurada de acción, lo que está en la cabeza del operario antes de que exista el usuario.
Bauleo (Psicoanálisis y grupalidad, Ed. Paidós 1997) nos pone delante de una dificultad al plantear cómo lo interinstitucional (la implicación) y los movimientos intrapersonales (contratransferencia) en el proceso de actividad institucional. El problema es cómo evitar convertir la demanda en lo que previamente se ha definido en el cuerpo técnico como necesidad. Es un problema que tiene ramificaciones múltiples. En primer término remite a la formación: a la determinación de perfiles profesionales investidos de principios técnicos que excluyen lo político y lo social de su campo de trabajo salvo convertirlos, por reduccionismo, en otros principios técnicos. Por otro lado nos lleva a plantear el problema de la legitimidad: atribución de lugares y funciones generados desde estructuras de poder en donde lo político y lo técnico se hablan en un lenguaje mudo, con multitud de silencios polisémicos. Años antes, el mismo autor (Notas de psiquiatría y psicología social, Ed. Atuel 1988) propone como una dificultad la de articular diálogos entre técnicos y población, la necesidad de definir roles diferenciados y complementarios, dando posibilidad a que lo político se exprese como elemento transformador:
“En esta máquina reticular, como es de suponer, ningún agente sanitario aislado está posibilitado para ejercer una acción transformadora en la comunidad. Podemos suponer que sólo con una clara idea de un vínculo de trabajo entre equipo y comunidad, y con una diferenciación de tareas, son posibles los planes de prevención.” (Bauleo, A, 1988: Notas de psicología y psiquiatría social, p. 19)
El problema de sostener en la práctica estos enunciados es que requieren una revisión constante del lugar y las condiciones desde las que se trabaja en la comunidad asumiendo ser “recolocado” y por lo tanto “descolocado” en las dinámicas que se establecen en la actividad preventiva. Y esto precisa de asumir una plasticidad y una provisionalidad en los roles y lugares de actividad que conllevan un importante trabajo de elaboración personal e institucional. Si no, nos encontramos con enunciados vacíos, construcciones contracomunitarias, justificadas en ocasiones desde principios científicos. Pensemos, por ejemplo en la deriva cientifista de la acción preventiva -y que afecta de lleno al trabajo comunitario- que se instala en el campo de las drogodependencias en nuestro país desde mediados de los 90, ajena a partidos y a responsables políticos, donde las universidades y los centros de poder deciden no sólo qué temas son relevantes sino la forma de ser tratados, las dinámicas posibles a llevar a cabo en una ciudad, un barrio, un centro escolar… Desde ese poder legitimado por los departamentos de investigación universitarios se establece lo que es hablable y lo que no. Por ejemplo no se deben tratar ciertas drogas pero sí hablar de “adicciones” a internet; o se enuncia como un principio incuestionable que es el daño cerebral asociado al consumo temprano de ciertas substancias lo que justifica la acción preventiva; o se invierten cantidades ingentes en “combatir” ciertos consumos…
Por otro lado las estructuras políticas participativas consolidan en ocasiones dinámicas de autoconservación que dificultan responder en un proceso dialéctico a las propuestas y necesidades que surgen de los territorios en los que realizan su actividad. La trama institucional y los lugares profesionales de los técnicos se establecen a una distancia de seguridad con otros profesionales y ciudadanos. El cuestionamiento deja de ser entendido como instrumento de trabajo y es combatido desde su percepción de amenaza. La novedad, lo inesperado, lo no previsto se perciben desde su valor problematizante. La desestabilización no se entiende como un paso esencial de los procesos de aprendizaje profesional y cambio social sino como una sombra incómoda que hay que neutralizar.
Y todo esto se convierte en una dificultad para asumir metas y caminos que impliquen abrir el campo a otros implicados y afectados, ligados invariantemente al trabajo colectivo. Otros que en ocasiones serán otros profesionales, otros que serán las más de las veces ciudadanos que desde distintos espacios pueden enunciar y generar preguntas y respuestas necesarias para la acción comunitaria. Dificultades que inhiben la posibilidad de establecer procesos de diagnóstico participativos que puedan tomar el pulso y los latidos de las necesidades y prioridades de otros. Dificultades que limitan la existencia de espacios de comunicación, debate y confrontación en los que la inclusión sea un determinante de la calidad de la intervención colectiva. Dificultades para articular planes explícitos, consensuados, revisables y comprometidos desde distintos espacios comunitarios. Dificultades en fin para llevar a cabo la acción con otros, articulando desde la diferencia una respuesta compartida y pertinente a las necesidades enunciadas en el medio social.

miércoles, 27 de enero de 2010

Articular Competencias trabajando cooperativamente

Leyendo la pertinente y valiosa compilación de Gimeno Sacristán sobre competencias (Educar por competencias, ¿qué hay de nuevo? Morata 2008) vuelvo a pensar en cómo el contexto determina sin darnos apenas cuenta nuestra existencia, la forma en la que nos pensamos y nos proponemos pensar el mundo. En el 91 nuestra normativa educativa instituyó formalmente términos y conceptos que si bien llevaban décadas formando parte instrumental del pensamiento pedagógico aparecían con voluntad transformadora desde las páginas del Boletín Oficial del Estado. La LOGSE concretaba así una apuesta educativa que perseguía generalizar un modelo de hacer pensando desconocido en nuestros páramos.
Mientras que una parte importante del colectivo docente aun sigue lamentando haber perdido el paraíso de la Ley General de Educación de 1970, un mito que recrea una situación idílica en la que sólo iban a la escuela los que querían aprender lo que el profesorado sabía enseñar, la nueva propuesta legislativa de 2006, la Ley Orgánica de Educación, nos propone las competencias básicas como un eje articulador y transformador de prácticas educativas. Y como no puede ser de otra manera el campo se divide entre adeptos, críticos e indiferentes.
Está clara la base alcaloide del concepto: la OCDE y el proyecto DeSeCo constituyen la línea que surge de lo empresarial y atraviesa parte de la “novedad” legislativa de la LOE. También es cierto que el entramado conceptual que sostiene la propuesta tiene experiencias y vigencia importantes en el ámbito de la formación profesional en algunos países próximos y que su mirada hacia el “afuera” escolar supone una decidida propuesta de vinculación de la escuela con el “más allá”, con ese mundo que los chicos y chicas poblarán buscando su lugar adulto tras haber pasado por las aulas. Los orígenes no sólo obedecen a las demandas del mercado aunque resulta claro encontrar el motivo empresarial del asunto.
En mi opinión, si debemos vincular los fenómenos educativos al lecho social y económico en el que surgen, pensaría que aún muchos profesionales de la educación no hemos elaborado suficientemente los nuevos parámetros de la sociedad neocapitalista con sus derivadas, sus nuevas formas de contratar y despedir, su posición hacia el saber y la experiencia (recomiendo el tratamiento que al tema da Vicente Verdú (http://www.elboomeran.com/blog-post/11/3814/vicente-verdu/la-ignorancia/ ), sus crisis financieras y sus nuevas vías de transformación social (Elogio de la metamorfosis, Edgar Morín, Diario El País, 17 de enero 2010). No sólo cambian las familias o los sistemas de comunicación, no sólo se producen crisis en lo económico. El espacio educativo, sujeto a su momento histórico y determinado por múltiples variables sociales, en proceso de transformación constante, parece haber cristalizado en estos primeros años del siglo con la propuesta de las competencias.
Pensando en equilibrios productivos recuerdo el título de un artículo de Cesar Coll de 2007 en la revista Aula: “Las competencias en la educación escolar: algo más que una moda y mucho menos que un remedio”. Remito a sus contenidos por la capacidad del texto de revelar de manera sintética y clara los matices, las zonas grises de esta propuesta didáctica, por vincularla a sus antecedentes pedagógicos y mostrar los márgenes posibles de aprovechamiento en las aulas y los centros.
Para mí la teoría del currículo (con competencias o sin ellas) me recuerda a un juego articular: si uno mira de un modo sólo encuentra huesos, músculos, vasos y tendones, de repente, vista de otra forma, esa amalgama de elementos se puede transformar en un sistema de equilibrio, movimiento, actividad. O no. Esta es una situación ante la que los orientadores tenemos un margen de maniobra desde nuestro lugar de asesores: trabajar junto a aquellos docentes que desean utilizar la propuesta curricular como una vía para generar movimiento y pensamiento en su actividad escolar. Desde ahí podemos pensar el lugar de profesionales reflexivos que podemos facilitar en nuestro trabajo colaborativo con los docentes. Esta propuesta nos lleva a revisar el lugar docente como aquel desde el que interpretar tanto el marco normativo como las necesidades sociales detectadas o las condiciones de aprendizaje del alumnado. En ese acto de interpretación transformamos instrucciones, percepciones y demandas en una propuesta de trabajo en el que nuestro lugar permite articular elementos y generar movimiento: aprendizaje. Aprendizaje individual, el que podemos promover entre nuestros alumnos y alumnas; cambio social el que facilitamos en nuestras instituciones y contextos.
Desde una perspectiva lewiniana las cuestiones del cambio social y la resistencia al cambio. Pichon-Riviere trasladará este análisis a los procesos de aprendizaje, entendido como adaptación activa ante la realidad. Este es un plano importante para el trabajo del psicopedagogo: si nos ubicamos en el lugar de agentes de cambio, es la resistencia nuestro foco de actividad, permitiendo que su manejo adecuado permita a personas (alumnos y docentes), grupos e instituciones transformarse aprendiendo, pudiendo percibir y manejar las nuevas realidades en las que se mueven.
Esto también nos toca como profesionales de la orientación, nacidos (en nuestro actual perfil) en una reforma que empieza a quedar un poco en el pasado, no sólo por las transformaciones formales, como la desaparición de los tipos de contenidos de la normativa –actitudinales, procedimentales y conceptuales- o la aparición de las competencias como referente. ¿Tendremos también nosotros, como profesionales de la psicología y la pedagogía, de la orientación, de la psicopedagogía, resistencias para transformarnos ante las nuevas realidades normativas, sociales y educativas?
Consideremos el potencial reflexivo y dinamizador de la propuesta de competencias, nosotros apuntamos algunas que remiten a la práctica docente cotidiana:
· Pueden dinamizar la coherencia vertical en los contextos departamentales. La propuesta actualiza la problemática de la secuenciación del trabajo docente, no ya en los contenidos conceptuales, sino –fundamentalmente- en su dimensión práctica y funcional.
· Permiten profundizar en la coherencia horizontal. Al vincular las competencias a varios campos científicos obliga a un trabajo interdisciplinario entre profesores de distintas materias. Este es un reto que puede ser salvado con mayor o menor acierto.
· Posibilitan la toma de decisión colegiada en la evaluación del alumnado. Es fundamental al acabar la educación obligatoria y permite considerar desde una óptica funcional las adquisiciones de determinados alumnos, como son los acnees.
· Abren el campo para apoyar propuestas de desarrollo curricular colaborativas, en las que se rompan los compartimentos establecidos por las materias y los niveles, pudiendo dar mayor sustento curricular a estas actuaciones.
· Facilitan tanto el diseño como el desarrollo curricular en aquellos espacios en los que la globalización y la interdisciplinar son habituales. Pensamos así en los programas de cualificación profesional inicial o en los de diversificación, donde la reorganización de contenidos y la priorización de objetivos –los ámbitos- van en la línea señalada por las competencias.
· Posibilitan una comunicación más rigurosa y clara con las familias, al permitir expresar a padres y madres en términos más accesibles nuestros análisis de los procesos de aprendizaje del alumnado, pudiendo utilizar referentes más próxima para ellos.
Realizamos este análisis desde una perspectiva orientadora que entiende que parte sustancial de su tarea es la de abrir cambios de transformación social (institucional y colectiva) en los centros educativos, que permitan adecuarse y responder a las posibilidades de desarrollo del alumnado. Desde ahí consideramos que las competencias tienen, por su cualidad interdisciplinar y su vinculación con el “afuera” escolar, un enorme potencial para ser instrumentos de cambio educativo en los equipos docentes, las propuestas curriculares y las comunidades escolares. Y pensamos esta valoración no tanto estimando el valor en sí de la propuesta (su grado de bondad) como en su valor con otros, con el contexto, los educadores, el marco social desde el que nuestro alumnado crece y nosotros aprendemos día a día a hacer educación.
Sabemos que en algunos lugares la respuesta a las competencias ha sido burocrática: en unos lugares se ha ignorado; en otros se ha transformado en más puntos, repartiendo proporciones entre departamentos y materias para valorar lo que sabe cada alumno en cada competencia básica sin tocar un solo elemento de la propuesta curricular. Pero también existen equipos educativos y grupos de profesores que han utilizado la propuesta para reexaminar sus prácticas, hacer(se) nuevas propuestas y crear modos de colaboración con sus compañeros.
Queremos hacer una lectura de las competencias como una herramienta más para profundizar en la complejidad del universo educativo, desde nuestra perspectiva como un instrumento para el trabajo colaborativo y la organización de iniciativas colectivas en los centros. Creemos con Morín (Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, UNESCO, 1999) que la educación debe propiciar el pensamiento complejo, “un conocimiento pertinente, desvelando el contexto, lo global, lo multidimensional y la acción compleja, propiciando una “inteligencia general” apta para comprender el contexto, lo global lo multidimensional y la interacción compleja de los elementos. Esta inteligencia general se construye a partir de los conocimientos existentes y de la crítica de los mismos”. Rescatamos para terminar esta cita del riguroso trabajo de Gimeno con el que empezábamos el texto y con el que acertadamente nos recuerda qué rumbos valiosos deben organizar la acción educativa, para los que las competencias pueden ser un camino a explorar.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Dónde está Pakistán o el rol del orientador

Hace unos años, impartiendo un curso sobre tutorías en la Escuela de Verano de Acción Educativa, un profesor me explicó que los orientadores en los centros teníamos el sobrenombre de los “paquistaníes”. El juego de palabras era sencillo, la cuestión que iba de boca en boca era ¿Pa’ quí stán Los orientadores en los centros?.
Es una pregunta interesante y seguro que sugiere múltiples respuestas. Ya se ha dicho que nuestro trabajo en los centros está condenado a morir de éxito. Recomiendo el trabajo de Félix Loizaga (REOP, 2005) sobre la sobreasignación de tareas a los orientadores en los centros ¿irónicamente? Hablaba de nuestro riesgo de morir asfixiados por la eficiencia. Por otro lado alguno de nuestros venerados maestros afirmaba que el trabajo en psicopedagogía es como el de una sofisticada tarta compuesta de capas de diversos productos con texturas e ingredientes distintos, tenemos que (y tememos) preguntarnos qué pasa con esa construcción tan sofisticada cuando no se cumplen las condiciones ambientales para mantenerla. Pensemos en lo que ocurre cuando no se cumplen las condiciones ambientales: que todo se derrite y se mezcla sin criterio ni utilidad. El riesgo de pasar de la Tarta Sacher al batido informe.
Hace un par de años, el profesor Juan Manuel Escudero planteaba en unas jornadas de la Universidad Complutense para Orientadores que nuestro trabajo estaba ligado al papel de “amigos críticos” de la dirección de los centros. Es una propuesta tan valiosa como complicada, porque cabe preguntarse para qué quieren los equipos directivos amigos críticos como nosotros. Bien al contrario, parecería que es fácil imaginar (reconstruir o recordar) situaciones de competencia y rivalidad institucional de difícil manejo cuando saber y poder entran en conflicto. Pensemos si no en cuantas ocasiones las tomas de decisiones organizativas y didácticas se realizan confundiendo autoridad y competencia. Y es que una cosa es quien manda y otra quién sabe. Esto no está muy claro en ocasiones en los centros, donde con frecuencia se da por supuesto que quien está “arriba” tiene que saber más (por viejo, por diablo, por fraile, por hábito…) que los de “abajo”.
Y esto nos lleva a lo político en la escuela. ¿Tiene sentido abrir ese debate en el siglo XXI, donde todo quedaría reducido a la caída del Muro de Berlín?, y Eric Hobsbawm (1995: Historia del siglo XX, Editorial Crítica) sigue mirándonos, con sus ojos interesados e inquietantes. Con este nuevo siglo las respuestas pedagógicas no han decaído. Un solo ejemplo: Ainscow. El modelo inclusivo habla de los muros de la escuela y además operativiza formas de pensar la respuesta educativa: La exclusión del aprendizaje y la participación se convierten en esos márgenes donde pensar reproducir o transformar en lo escolar. También donde pensarnos como orientadores asumiendo decisiones compartidas en el día a día de los centros.
La respuesta por parte de los que hacemos psicopedagogía no es fácil: etiquetamos, clasificamos, emitimos juicios técnicos que en ocasiones tienen repercusiones en la vida de las personas, de los niños, las niñas, los adolescentes y sus familias. Compartimos análisis con otros profesionales de la educación, colaboramos con los servicios de salud y otros técnicos de la comunidad.
Esta mañana trabajaba en Medidas de Atención Educativa –esa asignatura imposible pensada para poder dar religión en la escuela- sobre el contenido de una película, Solo un beso (Ken Loach, 2004). Me costó encontrar el punto productivo al enunciado y creo que lo conseguí delante de chicos seguros de sus valores religiosos y de chicas empañoladas. Plantee un principio ético discutible y para mí defendible: pensar antes a las personas que a las comunidades, respetar más a los individuos que a los grupos, defendí que los derechos humanos son de personas antes que de comunidades o instituciones… Y una historia que podría circunscribirse a las contradicciones de la cultura árabe en los países occidentales en el aula se convirtió en un recurso para el pensamiento de alumnos americanos, nacidos en el sur de Madrid, africanos…
Para pensar en el trabajo en orientación me quedo con una definición de mi admirado Funes (Funes, J., 2007: Trabajar en y con la comunidad, en Bonals y Sánchez Cano: Manual de asesoramiento psicopedagógico. Barcelona, Editorial Graó) cuando plantea que nuestro trabajo es un trabajo de traductores: facilitar que dos personas, grupos o instituciones puedan integrar unos el código de los otros. Me ayuda ante mi trabajo cotidiano pensar en la acción orientadora como un ejercicio de traducción. De interpretación diría yo. Comunicación es aprendizaje y desarrollo. Me conformaría con constituir una posición de “amigo crítico” con nuestros alumnos, sus familias y los integrantes de los centros en los que trabajamos para ayudar a realizar esa labor de traducción (elaboración, reestructuración, aprendizaje, cambio…) que permita ajustarse y responder desde una adaptación activa (Pichon-Riviere, E. 2000: Psicología de la vida cotidiana. Buenos Aires, Editorial Nueva Visión). Y ahí está nuestro lugar, en lo individual y lo social. Un lugar por el que trabajar en las instituciones, desde donde poder pensar y hacer.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

¿Educar en Redes Sociales?

En febrero de 2009 participé en una actividad propuesta por la Agencia de Protección de Datos de la Comunidad de Madrid sobre las Redes Sociales en Internet. Trabajé en una sesión con alumnos de 4º de ESO interesados y curiosos, la gran mayoría con páginas personales en alguna de esas Redes. Esto dio pie a una profundización y a trabajos de asesoramiento y orientación con tutores de algunos centros educativos de Madrid. Posteriormente desarrollé para la CEAPA unos materiales para padres que se encuentran en fase de borrador. Hace unos días me encontré otra vez con alumnos de 4º de ESO trabajando con los mismos materiales audiovisuales que en febrero y la sensación es que su percepción ante sus usos de las Redes había cambiado.
Hace algo menos de 20 años Erick Fronberg organizó un sencillo recurso para prevenir los efectos no deseados del éxtasis, las pastillas que surgieron como una moda en algunos circuitos juveniles de Amsterdam. Un número de teléfono conectado a un sistema de reproducción que describía los efectos del MDMA, principio activo del éxtasis, y los diferenciaba de otras sustancias psicoactivas con efectos no deseados (otros derivados anfetamínicos, efedrina, cafeína…) relacionados con el corte y la sustitución de substancias que en ocasiones realizaban los productores y distribuidores. En pocos meses los usuarios de éxtasis realizaron una maniobra de ajuste sobre sus consumos: fueron selectivos y obligaron al mercado ilegal que los proveía a responder adecuadamente a sus demandas. Esto evitó un número importante de accidentes asociados con el consumo de estas pastillas y, en un sentido más amplio, impulsó un análisis sobre los modelos de intervención en el campo de la prevención de los problemas asociados al consumo de drogas. Considero que el efecto de la estrategia propuesta por Fronberg debió su éxito a la coincidencia de su dispositivo con las expectativas de muchos consumidores de éxtasis de utilizar estas sustancias con la clara intención de no encontrarse con sorpresas o efectos no deseados. El contestador activado sobre información de consumo satisfizo esta expectativa y se convirtió en un mecanismo de ajuste del mercado de estas sustancias.
Algo parecido me parece que ocurrió en estos meses ante las Redes Sociales en Internet. Mi impresión, tras las dos experiencias mencionadas es que los y las adolescentes las usan de una forma masiva y que no tienen la menor intención de exponerse a riesgos o dificultades innecesarios. El ajuste de los niveles de privacidad, la conciencia sobre los efectos de la exposición de información personal, la cautela ante terceros desconocidos… son cuestiones que parecen claras y que remiten a posiciones de cuidado personal. Otra cosa es que los adultos debamos estar para ayudar. Algo de esto planteo en mi texto Redes Sociales y Adolescentes. Guía para padres y madres (si quieres acceder a la versión borrador pincha aquí:http://www.educa.madrid.org/cms_tools/files/ea0f3699-98f6-4d56-b2d0-32799d9b8ffd/RdScTxtA%20Blog.pdf ) y creo que es una función fundamental si bien exenta de heroicidades: se trata de ayudar para que los chicos y las chicas se cuiden ellos mismos.
Pienso en las autorregulaciones y en cómo Fronberg describió un sistema de autoajuste eficiente, lo que creo que ocurre actualmente con la información sobre los riesgos de las redes: ante una situación indeseada, los chicos y las chicas toman medidas.
Y pienso todo esto contradictoriamente con una de las noticias con las que me desperté esta mañana, efímera seguro, pero también claramente representativa de esta crisis “de valores” que nos anda vapuleando: la maniobra de General Motors para liquidar empleos (10.000) en Opel al negarse a vender la empresa a Magna una vez que recibió ayudas millonarias de los gobiernos europeos para propiciar esa transacción. Curioso esto del mercado y el papel de la transparencia en el intercambio.