miércoles, 3 de marzo de 2010

Pensar la acción comunitaria en el espacio escolar

Bleger (1972: Psicohigiene y psicología institucional) pensaba la comunidad en su dimensión de articuladora y contenedora de instituciones, grupos y personas. Marchioni hablará de territorio, personas, necesidades y recursos. Pensemos en qué términos conviven y convergen distintas estructuras de recursos y servicios comunitarios en un centro educativo. Pongamos por ejemplo que se trata de abordar las drogas desde una perspectiva preventiva y en cómo pueden darse respuesta a las necesidades de la comunidad educativa.
¿Cómo articular respuestas colectivas en donde el territorio es un espacio de interrelaciones, colaboraciones, conflictos y tensiones? Pensar la comunidad obliga a representarse una estructura compleja en la que deben incluirse todos aquellos planos que en distintos momentos y distintas formas se expresan o comunican posiciones, propuestas y peticiones. Esto entra en conflicto con la estructura prefigurada de acción, lo que está en la cabeza del operario antes de que exista el usuario.
Bauleo (Psicoanálisis y grupalidad, Ed. Paidós 1997) nos pone delante de una dificultad al plantear cómo lo interinstitucional (la implicación) y los movimientos intrapersonales (contratransferencia) en el proceso de actividad institucional. El problema es cómo evitar convertir la demanda en lo que previamente se ha definido en el cuerpo técnico como necesidad. Es un problema que tiene ramificaciones múltiples. En primer término remite a la formación: a la determinación de perfiles profesionales investidos de principios técnicos que excluyen lo político y lo social de su campo de trabajo salvo convertirlos, por reduccionismo, en otros principios técnicos. Por otro lado nos lleva a plantear el problema de la legitimidad: atribución de lugares y funciones generados desde estructuras de poder en donde lo político y lo técnico se hablan en un lenguaje mudo, con multitud de silencios polisémicos. Años antes, el mismo autor (Notas de psiquiatría y psicología social, Ed. Atuel 1988) propone como una dificultad la de articular diálogos entre técnicos y población, la necesidad de definir roles diferenciados y complementarios, dando posibilidad a que lo político se exprese como elemento transformador:
“En esta máquina reticular, como es de suponer, ningún agente sanitario aislado está posibilitado para ejercer una acción transformadora en la comunidad. Podemos suponer que sólo con una clara idea de un vínculo de trabajo entre equipo y comunidad, y con una diferenciación de tareas, son posibles los planes de prevención.” (Bauleo, A, 1988: Notas de psicología y psiquiatría social, p. 19)
El problema de sostener en la práctica estos enunciados es que requieren una revisión constante del lugar y las condiciones desde las que se trabaja en la comunidad asumiendo ser “recolocado” y por lo tanto “descolocado” en las dinámicas que se establecen en la actividad preventiva. Y esto precisa de asumir una plasticidad y una provisionalidad en los roles y lugares de actividad que conllevan un importante trabajo de elaboración personal e institucional. Si no, nos encontramos con enunciados vacíos, construcciones contracomunitarias, justificadas en ocasiones desde principios científicos. Pensemos, por ejemplo en la deriva cientifista de la acción preventiva -y que afecta de lleno al trabajo comunitario- que se instala en el campo de las drogodependencias en nuestro país desde mediados de los 90, ajena a partidos y a responsables políticos, donde las universidades y los centros de poder deciden no sólo qué temas son relevantes sino la forma de ser tratados, las dinámicas posibles a llevar a cabo en una ciudad, un barrio, un centro escolar… Desde ese poder legitimado por los departamentos de investigación universitarios se establece lo que es hablable y lo que no. Por ejemplo no se deben tratar ciertas drogas pero sí hablar de “adicciones” a internet; o se enuncia como un principio incuestionable que es el daño cerebral asociado al consumo temprano de ciertas substancias lo que justifica la acción preventiva; o se invierten cantidades ingentes en “combatir” ciertos consumos…
Por otro lado las estructuras políticas participativas consolidan en ocasiones dinámicas de autoconservación que dificultan responder en un proceso dialéctico a las propuestas y necesidades que surgen de los territorios en los que realizan su actividad. La trama institucional y los lugares profesionales de los técnicos se establecen a una distancia de seguridad con otros profesionales y ciudadanos. El cuestionamiento deja de ser entendido como instrumento de trabajo y es combatido desde su percepción de amenaza. La novedad, lo inesperado, lo no previsto se perciben desde su valor problematizante. La desestabilización no se entiende como un paso esencial de los procesos de aprendizaje profesional y cambio social sino como una sombra incómoda que hay que neutralizar.
Y todo esto se convierte en una dificultad para asumir metas y caminos que impliquen abrir el campo a otros implicados y afectados, ligados invariantemente al trabajo colectivo. Otros que en ocasiones serán otros profesionales, otros que serán las más de las veces ciudadanos que desde distintos espacios pueden enunciar y generar preguntas y respuestas necesarias para la acción comunitaria. Dificultades que inhiben la posibilidad de establecer procesos de diagnóstico participativos que puedan tomar el pulso y los latidos de las necesidades y prioridades de otros. Dificultades que limitan la existencia de espacios de comunicación, debate y confrontación en los que la inclusión sea un determinante de la calidad de la intervención colectiva. Dificultades para articular planes explícitos, consensuados, revisables y comprometidos desde distintos espacios comunitarios. Dificultades en fin para llevar a cabo la acción con otros, articulando desde la diferencia una respuesta compartida y pertinente a las necesidades enunciadas en el medio social.