Nieves, con 5 años es una alumna
recogida dentro de lo que llamamos acnees, una niña que presenta necesidades
educativas especiales. Ella nació antes de lo previsto, es lo que en medicina
se define como una niña prematura. A lo largo de sus años de vida sus padres,
maestras y orientadoras han visto cómo día a día, mes a mes, su desarrollo se
ajustaba progresivamente a lo que se espera para su edad. La última orientadora
que la siguió comentaba que probablemente pudiera dejar las medidas educativas
extraordinarias con las que se la cuidaba en su paso a la educación primaria.
En una entrevista mantenida hace unos meses con sus padres estos contaban cómo
en el hospital que la seguían la psicóloga les había hablado de que
probablemente mostrara un Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad
(TDAH), según contaba la pareja les dijeron que su hija tenía una parte de su
cerebro dormido y que con la medicación adecuada podrían despertarlo.
Interesante metáfora para un trastorno del que se habla sin pudor de su
etiología neurológica a la vez que se afirma que no hay la menor evidencia de
que responda a ningún patrón cerebral conocido.
Para afrontar la causalidad
orgánica curiosamente contamos con docenas de escalas de observación que
cruz a cruz consiguen transformar la percepción de los adultos en
fascinantes curvas estadísticas. Pasamos de la opinión social a la neurona con
sólo unas pocas celdas de nuestras bases de datos.
Desde hace unos meses uso una
representación gráfica para hablar con padres y maestros sobre el trabajo de
evaluación que comporta la actividad orientadora. Les dibujo cestos/bandejas y
les cuento que parte del trabajo evaluador pasa por saber en qué bandeja cabría
colocar a un alumno que presente necesidades educativas especiales. También la
representación sirve para muchos de los alumnos que sin presentar esas
necesidades específicas tienen una forma peculiar de aprender o su
ritmo/manera/condiciones no se adecúan a lo que entendemos como una forma
adaptativa de aprender. TGDs; discapacidad intelectual o cognitiva;
alteraciones motrices, visuales o auditivas; retraso madurativo; trastorno de
la conducta y las emociones… Algunas de esas cestas son evidentes, hay
criterios claros para determinar por qué las usamos y para qué son útiles (en
ciertas situaciones y condiciones) a la hora de ajustar la respuesta educativa
a un alumno o una alumna. En otros casos la situación no es tan clara. Esto
parece así en la casilla TDAH.
En el Manual Diagnóstico y
Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM IV/V) se plantea excluir el
diagnóstico de TDAH si existe otro trastorno mental que explique el
comportamiento del niño. El CIE 10 propone la exclusión si se encuentra en el
niño: trastornos generalizados del desarrollo; trastornos de ansiedad;
trastorno del humor (afectivos); o esquizofrenia.
¿Cuántos de los niños y niñas valorados
desde el sistema educativo como TDAH se incluyen en estos otros epígrafes? ¿Con
qué recursos o herramientas podemos valorar estos juicios diagnósticos
diferenciales desde la orientación educativa? ¿Puede la psiquiatría o la
psicología determinar relaciones causales entre conductas y etiología con
suficiente claridad para separar de manera significativa comportamientos
iguales que tienen orígenes distintos?
Armando Bauleo proponía en 1997[1]
que nuestra mirada, como operarios de lo psi,
no era limpia. Bien al contrario, sólo veremos delante nuestra lo que ya
teníamos previamente en nuestra cabeza. Tomemos un poco de distancia para
explicarlo con más claridad: pongamos ante un mismo fenómeno natural a un
físico, a un biólogo y a un químico. Fácilmente nos encontraremos con tres
lecturas distintas debidas a la formación disciplinaria de cada uno de esos
profesionales. Pensemos en algo más próximo, la presencia y el comportamiento
de un niño en un aula e imaginemos cuanto de lo que vemos lo llevamos
previamente en nuestra cabeza, prejuiciosamente, más allá de lo que el niño o
la niña nos muestre (exactamente más acá). Esto no es en sí un problema,
diríamos bien lo contrario, sólo podemos acercarnos en nuestro hacer orientador
a otra persona con algo en la cabeza, con lo nuestro… Pero la cuestión no es
tanto ir prejuiciados como no saber que lo estamos, obviar cómo formamos parte
de la situación, del factor evaluador no sólo depende el comportamiento de
nuestros alumnos. También nuestra forma de ver y entender lo que tenemos
delante es parte de la ecuación orientadora.
Hace unos meses en el corcho de
entrada de un centro educativo quedó prendido un papel, una fotocopia que
recogía una entrevista a un conocido psiquiatra madrileño que vaticinaba que
aún quedaban muchos niños y niñas hiperactivos por diagnosticar. Teníamos que
acercarnos al 5% de la población tal y como ya ocurría en otros países,
mencionando expresamente a Estados Unidos como referencia epidemiológica. Este
furor diagnosticador es también reconocible en otros investigadores del TDAH[2],
que afirman que si los síntomas desaparecen con la edad es que no estamos
realizando un análisis adecuado del trastorno, de manera que si los
comportamientos alterados desaparecen con la edad hay que buscar otras formas
para reconocer este trastorno y no dejar escapar a muchos trastornados de
desatención e hiperactividad. En el mencionado texto se proponía incluir el
exceso de velocidad entre las manifestaciones del TDAH en adultos (claro,
habría que contar a aquellos menores acelerados que también conducen
imprudentemente aunque no cuenten en las estadísticas de tráfico).
¿Cuánto hay de social en esta
nueva epidemia? ¿Qué se puede mover en nuestro imaginario social con estos
niños inquietos, excesivos que no se paran con nuestras palabras, ni nuestros
gestos? ¿Cómo nos resuena a madres, padres y educadores que nuestros niños y
niñas no nos hagan caso, no se sometan a nuestras indicaciones ni a nuestros
deseos? ¿Cuánto nos perturba que el movimiento y la actividad ocupen lugares en
los que esperamos –y exigimos- quietud y sometimiento? ¿Dónde se hacen estas
preguntas? ¿Cuándo nos las hacemos los orientadores?
Desatender las situaciones –su marco
social, los escenarios y situaciones en los que se producen los
comportamientos- desde las que surgen las conductas hiperquinéticas no es sólo
falta de rigor científico y profesional, es parte del problema que padecen muchos de estos niños y niñas.
Dejar de preguntarnos qué les pasa a eso niños y niñas, a sus padres y madres, a sus maestros, registrando sólo comportamientos desacordes es dejarlos a ellos desamparados, atrapados en etiquetas y tratamientos que en vez de mirarlos a ellos los convierten en presa de nuestra desatención.
Dejar de preguntarnos qué les pasa a eso niños y niñas, a sus padres y madres, a sus maestros, registrando sólo comportamientos desacordes es dejarlos a ellos desamparados, atrapados en etiquetas y tratamientos que en vez de mirarlos a ellos los convierten en presa de nuestra desatención.