domingo, 12 de enero de 2014

Niños excesivos ¿desatentos o desatendidos?


Nieves, con 5 años es una alumna recogida dentro de lo que llamamos acnees, una niña que presenta necesidades educativas especiales. Ella nació antes de lo previsto, es lo que en medicina se define como una niña prematura. A lo largo de sus años de vida sus padres, maestras y orientadoras han visto cómo día a día, mes a mes, su desarrollo se ajustaba progresivamente a lo que se espera para su edad. La última orientadora que la siguió comentaba que probablemente pudiera dejar las medidas educativas extraordinarias con las que se la cuidaba en su paso a la educación primaria. En una entrevista mantenida hace unos meses con sus padres estos contaban cómo en el hospital que la seguían la psicóloga les había hablado de que probablemente mostrara un Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), según contaba la pareja les dijeron que su hija tenía una parte de su cerebro dormido y que con la medicación adecuada podrían despertarlo. Interesante metáfora para un trastorno del que se habla sin pudor de su etiología neurológica a la vez que se afirma que no hay la menor evidencia de que responda a ningún patrón cerebral conocido.

Para afrontar la causalidad orgánica curiosamente contamos con docenas de escalas de observación que cruz a cruz consiguen transformar la percepción de los adultos en fascinantes curvas estadísticas. Pasamos de la opinión social a la neurona con sólo unas pocas celdas de nuestras bases de datos.

Desde hace unos meses uso una representación gráfica para hablar con padres y maestros sobre el trabajo de evaluación que comporta la actividad orientadora. Les dibujo cestos/bandejas y les cuento que parte del trabajo evaluador pasa por saber en qué bandeja cabría colocar a un alumno que presente necesidades educativas especiales. También la representación sirve para muchos de los alumnos que sin presentar esas necesidades específicas tienen una forma peculiar de aprender o su ritmo/manera/condiciones no se adecúan a lo que entendemos como una forma adaptativa de aprender. TGDs; discapacidad intelectual o cognitiva; alteraciones motrices, visuales o auditivas; retraso madurativo; trastorno de la conducta y las emociones… Algunas de esas cestas son evidentes, hay criterios claros para determinar por qué las usamos y para qué son útiles (en ciertas situaciones y condiciones) a la hora de ajustar la respuesta educativa a un alumno o una alumna. En otros casos la situación no es tan clara. Esto parece así en la casilla TDAH.

En el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM IV/V) se plantea excluir el diagnóstico de TDAH si existe otro trastorno mental que explique el comportamiento del niño. El CIE 10 propone la exclusión si se encuentra en el niño: trastornos generalizados del desarrollo; trastornos de ansiedad; trastorno del humor (afectivos); o esquizofrenia.

¿Cuántos de los niños y niñas valorados desde el sistema educativo como TDAH se incluyen en estos otros epígrafes? ¿Con qué recursos o herramientas podemos valorar estos juicios diagnósticos diferenciales desde la orientación educativa? ¿Puede la psiquiatría o la psicología determinar relaciones causales entre conductas y etiología con suficiente claridad para separar de manera significativa comportamientos iguales que tienen orígenes distintos?

Armando Bauleo proponía en 1997[1] que nuestra mirada, como operarios de lo psi, no era limpia. Bien al contrario, sólo veremos delante nuestra lo que ya teníamos previamente en nuestra cabeza. Tomemos un poco de distancia para explicarlo con más claridad: pongamos ante un mismo fenómeno natural a un físico, a un biólogo y a un químico. Fácilmente nos encontraremos con tres lecturas distintas debidas a la formación disciplinaria de cada uno de esos profesionales. Pensemos en algo más próximo, la presencia y el comportamiento de un niño en un aula e imaginemos cuanto de lo que vemos lo llevamos previamente en nuestra cabeza, prejuiciosamente, más allá de lo que el niño o la niña nos muestre (exactamente más acá). Esto no es en sí un problema, diríamos bien lo contrario, sólo podemos acercarnos en nuestro hacer orientador a otra persona con algo en la cabeza, con lo nuestro… Pero la cuestión no es tanto ir prejuiciados como no saber que lo estamos, obviar cómo formamos parte de la situación, del factor evaluador no sólo depende el comportamiento de nuestros alumnos. También nuestra forma de ver y entender lo que tenemos delante es parte de la ecuación orientadora.

Hace unos meses en el corcho de entrada de un centro educativo quedó prendido un papel, una fotocopia que recogía una entrevista a un conocido psiquiatra madrileño que vaticinaba que aún quedaban muchos niños y niñas hiperactivos por diagnosticar. Teníamos que acercarnos al 5% de la población tal y como ya ocurría en otros países, mencionando expresamente a Estados Unidos como referencia epidemiológica. Este furor diagnosticador es también reconocible en otros investigadores del TDAH[2], que afirman que si los síntomas desaparecen con la edad es que no estamos realizando un análisis adecuado del trastorno, de manera que si los comportamientos alterados desaparecen con la edad hay que buscar otras formas para reconocer este trastorno y no dejar escapar a muchos trastornados de desatención e hiperactividad. En el mencionado texto se proponía incluir el exceso de velocidad entre las manifestaciones del TDAH en adultos (claro, habría que contar a aquellos menores acelerados que también conducen imprudentemente aunque no cuenten en las estadísticas de tráfico).

¿Cuánto hay de social en esta nueva epidemia? ¿Qué se puede mover en nuestro imaginario social con estos niños inquietos, excesivos que no se paran con nuestras palabras, ni nuestros gestos? ¿Cómo nos resuena a madres, padres y educadores que nuestros niños y niñas no nos hagan caso, no se sometan a nuestras indicaciones ni a nuestros deseos? ¿Cuánto nos perturba que el movimiento y la actividad ocupen lugares en los que esperamos –y exigimos- quietud y sometimiento? ¿Dónde se hacen estas preguntas? ¿Cuándo nos las hacemos los orientadores?

Desatender las situaciones –su marco social, los escenarios y situaciones en los que se producen los comportamientos- desde las que surgen las conductas hiperquinéticas no es sólo falta de rigor científico y profesional, es parte del problema que padecen muchos de estos niños y niñas.


Dejar de preguntarnos qué les pasa a eso niños y niñas, a sus padres y madres, a sus maestros, registrando sólo comportamientos desacordes es dejarlos a ellos desamparados, atrapados en etiquetas y tratamientos que en vez de mirarlos a ellos los convierten en presa de nuestra desatención.



[1] Bauleo, A. (1997): Psicoanálisis y Grupalidad. Editorial Paidós, Bs. As.
[2] R.A. Barkley (2009) Avances en el diagnóstico y la subclasificación del trastorno por déficit de atención/hiperactividad: qué puede pasar en el futuro respecto al DSM-V. Revista de Neurología 2009, nº 48 (Supl. 2)