miércoles, 24 de noviembre de 2010

Psicólogos u Orientadores

Hace unas semanas el Colegio Oficial de Psicólogos hizo público un documento firmado con diversas organizaciones sociales demandando la incorporación de la figura del psicólogo educativo a los centros escolares. Si quieres leer la propuesta pincha aquí. Esta situación ha provocado en mí, psicólogo y orientador, una confusión inicial y un proceso de análisis que ha provocado las cuestiones que comparto a continuación.

Gato negro, gato blanco, qué más da.

Lo importante es que cace ratones

Empezar a hablar de esta supuesta disyuntiva me remite a pensar en mi vida profesional. Haré al revés que (casi todos) los psicólogos: en vez de oír a los demás contar sus vidas, me tomo como caso n=1 y recuerdo algunos hitos de mi experiencia profesional. Tras licenciarme en la primera promoción de la universidad complutense de Madrid que otorgaba un certificado de especialidad (clínica era la mía) comencé a trabajar en el campo de la salud mental. La crisis del 92 se llevó entre otras cosas mis planes a medio plazo y una casualidad me llevó a diseñar e impartir el Curso de Formación nº 9 de Ceapa: Defensa de los derechos de los niños y las niñas. Por esas épocas Ceapa buscaba alguien que coordinara la formación y yo buscaba trabajo. Llegamos a un acuerdo y me dediqué durante 8 años a organizar escuelas viajeras, diseñar cursos y orientar a padres y madres de las distintas federaciones y confederaciones desde lo que se denominó Servicio de Orientación Formación e Investigación. Cansado de no tener territorio (el estado se convertía en un ente que sólo los fines de semana se transformaba en personas con caras y necesidades concretas) decidí migrar a un espacio de intervención más reducido: fui contratado por un colegio privado que tenía entre sus prioridades la educación para la salud. Allí, como “psicólogo” transformé el despacho en departamento y empecé a trabajar en el marco de la orientación: educativa y personal, familiar e institucional. Y digo que transformé porque no renuncié. Desde ese lugar atendí junto a otras compañeras a cientos de chicos y familias, tutores y equipo directivo para hablar de aprendizaje y desarrollo, para pensar en coordenadas educativas (más allá de lo instructivo o de los muros del recinto escolar) sobre cómo ayudar a crecer y a aprender a nuestro alumnado.

Cuando la experiencia me indicaba, tras 6 años de trabajo, que las cosas no podían ir a mejor y que seguía interesado en un campo de la psicología y de la orientación me propuse pasar a la administración pública. Oposité y pasé a ser orientador en centros púbicos, primero en equipos sectoriales (EOEPs) y después en diversos institutos. En la actualidad disfruto y sufro las condiciones del nomadismo insertándome y aprendiendo de las distintas comunidades educativas en las que me toca trabajar.

Además de estas actividades principales me he dedicado fundamentalmente a estudiar los fenómenos grupales e institucionales. Trato de plasmar parte de mi práctica manteniendo un ritmo de producción científica habitual, que habitualmente se recoge en diversas revistas científicas. Además soy psicoterapeuta reconocido por la FEAP y en la actualidad ocupo el rol de presidente de una asociación de psicoterapia.

Pienso en mis itinerarios personales al hilo de la propuesta de esta mesa y trato de dilucidar mi posición ante su título. Pienso también en el inspector Leo Caldas, personaje de las recomendables novelas del gallego Domingo Villar, cuando en su semanal programa de radio apunta a modo de resultado futbolístico Municipales 5 policía nacional 1. Por cierto, a él siempre le gana la competencia. Sería fácil saturar el discurso y decantarse por orientadores frente a psicólogos o a la inversa. Y también sería a mi juicio una trampa presentar esto como una pelea cuando lo que importa son otras cosas.

Desde mi acotada experiencia, mis diversos lugares y roles, prefiero pensar que de lo que se trata es de contar con recursos y espacios para poder atender las necesidades de desarrollo y aprendizaje de la infancia, los y las adolescentes. Y en esto, que he hecho en buena medida mi objeto de trabajo y de investigación, me he encontrado a profesionales tan válidos desde el campo de la orientación como desde la psicología. Y para mí no es tan relevante el origen de estos profesionales como su marco de actuación y su modelo de trabajo.

Situación 1: un profesor con experiencia expresa en una reunión de tutores sus dificultades con un grupo de diversificación en 3º ESO. La propuesta de colaboración desplegada con cuidado en unas semanas lleva al orientador a intervenir con el grupo. Desde una perspectiva se propone una estrategia de mediación, traducción en palabras de Jaume Funes, que en unas sesiones va permitiendo ajustar percepciones, definir posibilidades y acotar un espacio de trabajo de interés común para el alumnado del grupo y para el profesor. Un momento crítico es el de transformar una propuesta difusa en una valoración psicopedagógica grupal: el grupo reclamaba al profesor una atención equiparable a la que dispensa un maestro en 4º o 5º de educación primaria (guiar los subrayados, pedir cuadernos, preguntar exactamente lo que pone en el libro, no restar contestaciones incorrectas para corregir el efecto del azar en las pruebas tipo test). A la semana siguiente la intervención del orientador recupera una “lectura” de ciertos hechos: los alumnos piden una supernani (devuelto: alguien que les diga lo que tienen que hacer, lo que está bien y lo que está mal, que les regañe y que les premie) o un hermanomayor (alguien que acompaña y da consejos, que aguanta y espera a que el otro crezca). A continuación se examinan los distintos logros y dificultades, y se apunta a que parte del grupo ha respondido con más atención y trabajo (un grupo de chicas que se sientan juntas) mientras que otro se ha convertido en el fondo sur (frente hooligan ahora que se redujo el ruido en otras partes del aula). Ante la pregunta de qué hacer (mostrando las partes pero señalando que el problema corresponde al todo, al grupo) alguien sugiere recolocarse en un espacio donde el profesor aceptó frente a su criterio adoptar una disposición en “U”. Una alumna se ofrece para pasar al otro lado, los chicos señalan que de ciertas maneras el cambio es ineficaz… En unos minutos los chicos y chicas del grupo asumen su papel en una situación difícil “en este grupo tenemos un problema: sus integrantes quieren aprender y no quieren aprender” y responden manejando las resistencias al cambio.

¿Lo descrito es orientación? ¿Psicología de la educación? No sé en qué espacio de la intersección de las dos disciplinas cabe ubicarlo cabalmente. Eso no quita para poder recuperar algunas claves fundamentales de la intervención. La primera remite a Kurt Lewin y sus desarrollos de la investigación acción. Curiosamente es un gran investigador que acuña términos tan fundamentales como la psicología dinámica o la investigación-acción. Siguiendo este hilo traslado el campo (social) a otra polémica: la introducción de prácticas clínicas. Y aquí no sólo me remito a Freud (toda psicología es psicología social) o a Pichon-Riviere (el grupo como referente de análisis y acción), también recojo tradiciones como la de Stenhouse o Elliott, las de Aniscow o Meirieu.

Dicho de otra manera, quizás me importe poco cómo se lame quien haga el trabajo, lo importante es que el trabajo se haga. Y cómo se haga.

Con barba san Antón

y si no la Purísima Concepción

Porque esto me lleva a mí, como psicólogo y orientador, a definir un tema que me genera un alto nivel de dificultad y tensión profesional. Hablo de las intervenciones que desde el paradigma oficial (tanto de la orientación como de la psicología) plantean que el trabajo a hacer es previsible, sistematizable, controlable y falsable. Me refiero aquellos planteamientos que surgieron en los años 70 del siglo pasado y que pretendían hacer de las ciencias de la conducta un sistema gobernado por los mismos presupuestos y procedimientos que las ciencias naturales. El llamado conductismo impregnó los espacios académicos de la psicología y la pedagogía y pretendió hacer un isomorfismo de sus coordenadas teóricas (bastante frágiles) con el objeto de estudio (si no sé qué pasa en la caja negra –los procesos mentales- los ignoro y estudio sólo estímulos y respuestas).

Esto, en términos prácticos y en sus efectos más dramáticos queda enmarcado en la denominada intervención por programas. En este marco conceptual, pero también ideológico, se pretendía (y se busca aún) determinar un sistema de actuaciones excluyentes que tienen desde su inicio prefijado su final, excluyendo por ello, cualquier integración de la realidad y las necesidades de las personas implicadas en él, sean estos adultos o niños, docentes o alumnos, familias o profesionales. Estos programas incluyen en alguno de sus apartados una mención al contexto, pero es más retórica que otra cosa. De hecho una de sus cualidades (algunos afirman que sus virtudes) es que se pueden aplicar sin modificaciones sustanciales en cualquier lado y ante cualquier persona. Esta forma de trabajo, que implica una voluntad, habitualmente justificada por numerosos estudios y fundamentos académicos (no necesariamente conceptuales o teóricos) excluye de su campo de atención y de trabajo todos los fenómenos educativos relacionados con el aprendizaje, el desarrollo y la socialización que están fuera de foco. Quedan así excluidas todas aquellas cuestiones ligadas a las demandas de los participantes, las necesidades de la comunidad, la emergencia de imprevistos (no sólo como problemas sino como campo de trabajo). Nos referimos a una práctica psicopedagógica incapaz de escuchar y de crear, que igualmente puede ser desarrollada por psicólogos o por orientadores.

Desde otra perspectiva, las condiciones de la práctica psicopedagógica más allá de las intenciones de sus profesionales se ha visto abocada en muchos lugares a lo que se denominó psicología de gabinete, una forma de trabajar que sólo atendía peticiones desde un marco de referencia individual y omitiendo cualquier interés por el contexto de desarrollo. En este sentido Fernández Sierra[1] elabora un listado de dificultades relacionadas con esa forma de trabajo que atribuye a un modelo psicologista y que yo proyectaría sobre una forma de hacer orientación. Por ejemplo cuando se da la paradoja de que los equipos de orientación que tienen un marco sectorial, territorializado, para desarrollar funciones de ámbito comunitario, ven reducida su actividad a una oficina de evaluación emitiendo informes para los centros. En muchas ocasiones el argumento de hacer lo que se puede (dada la falta de recursos y su distribución desigual) se traduce en atender a algunos alumnos descontextualizadamente y emitir juicios diagnósticos que tienen efectos en el alumnado y sus familias además de determinar la asignación de ciertos recursos y sugerir determinadas medidas escolares.

Recurriré a un orientador extranjero Gerardo Meneses[2] para realizar una lectura poco extendida en nuestro país. Este profesor mejicano defiende que la orientación además de ser un campo científico y una disciplina de intervención en el contexto escolar es un “proyecto ético-político de participación en la formación de sujetos”. Ilustremos el comentario sobre nuestro contexto español, pensemos por ejemplo cómo la figura actual del orientador surge en el proceso de definición de la llamada “Reforma” la LOGSE y la actual configuración profesional, 20 años más tarde, se rige por sus condicionantes generales tanto como por sus determinantes específicos. Es posible que buena parte de las dificultades de inserción de los profesionales de la orientación tenga que ver con esto: podrían haberse vivido como quintacolumnistas de una reforma que era vivida como amenazante y complicada para el resto del personal educativo de los centros. Los fundamentos psicopedagógicos de la LOGSE que pretendían transformar un sistema educativo eran los mismos que sustentaban el quehacer de los orientadores (desde velar por procedimientos y actitudes a hablar de distintos ritmos y modos de aprender, desde proponer agrupamientos flexibles a educar en valores).

Poco ha habido de reflexivo y de crítico hacia esta forma de pensar la orientación y ello en ocasiones ha dado lugar a conflictos poco útiles entre los profesionales de la orientación y entre estos y la política educativa. Si bien el adjetivo crítico es frecuentemente utilizado en ciertas formas de pensar y hacer educación, resulta difícil verlo aplicado a la orientación. Incluso recuerdo una ocasión en la que un importante profesor se refirió al rol del orientador como el de “amigo crítico” de los equipos directivos, retomando una tradición enunciada por la pedagogía inglesa[3] y que hablaba de una aplicación de esa cualidad hacia otros, no hacia uno mismo. Esta forma acrítica de entender la intervención educativa también existe en esa psicología cientifista que cree que sus enunciados (con aspiraciones a principios o leyes) pueden eludir su contextualización social e histórica, evitando afrontar un posicionamiento ideológico y político que se pretende evitar en nombre de la ciencia.


Acordándonos de Santa Bárbara cuando truena

Se ha hablado de los psicólogos escolares y de los psicopedagogos de muchas y curiosas maneras: magos sin magia, paquistaníes (pa`quí stan estos en los centros educativos) y también, con más optimismo, de apaga-fuegos, de bomberos. Nosotros queremos proponer una visión ecológica, que surge de la teoría de la complejidad[4] y que nos permite utilizar para los espacios educativos el concepto de ensayo para contraponerlo al de programa. Lo traemos con una triple significación, así pensamos que en contextos escolares es posible adoptar diseños de investigación en los que la situación a estudiar permita validar hipótesis sobre la práctica, sea sobre la forma de aprender de un alumno, sobre las causas de un comportamiento inquieto en el aula, sobre las formas de comunicación de un claustro o sobre los mecanismos de participación comunitarios de un barrio. Ensayo también desde la producción de conocimiento, entendiendo que la experiencia educativa puede y debe ir acompañada de un trabajo reflexivo al que le viene bien acompañarse de una elaboración narrada. También ensayo desde una perspectiva artística, de la misma manera que podemos analizar y aprender en los ensayos en un grupo de teatro o en una orquesta, entendiendo los ensayos como movimientos de aproximación a una meta y entendiendo que el valor principal de la tarea educativa está más en el camino recorrido hacia un objetivo que en alcanzar el objetivo mismo.

Desde otra perspectiva creemos que la psicología educativa y la orientación deben surgir de un compromiso con la práctica que vaya más allá del despacho, incluyendo una visión comunitaria del hecho educativo, de acto de enseñar y aprender. Y eso no significa, como ciertas lecturas del modelo de la psicopedagogía logse han pretendido, abandonar la atención individual para entrar en el plano de lo colectivo. Esta propuesta, que curiosamente no se fundamentaba en motivos científicos sino de gestión (es muy caro atender alumnos individualmente y como los recursos son escasos debemos actuar por “programas”), encierra la trampa de sugerir que todo es prevenible y evitable sin tener que hacer frente a los problemas reales de los chicos y chicas que pueblan nuestros centros. Y es una trampa ideológico-política peligrosa sobre todo por su ambigüedad, ya que reclama un modelo de hacer sin explicitar los supuestos que lo fundamentan.

Para nosotros es preciso asumir que la compleja tarea de la intervención psicopedagógica requiere no sólo de habilidades y compromiso para trabajar con el alumnado que lo necesita (esto no quiere decir alumnado con “necesidades”) sino de utilizar esa experiencia para articular estrategias complementarias en los planos institucionales y comunitarios. Una antigua compañera de batallas escolares que se trasladó a vivir a Granada me contaba hace unos años por teléfono con asombro cómo el orientador (psicólogo) de su centro la asesoraba sobre alumnos que no había visto nunca. ¿De dónde surge aquí el conocimiento desde el que compartir el trabajo educativo? ¿de los libros? ¿de los cursos realizados? ¿de experiencias realizadas en otros contextos?. ¿Por qué tenemos que asumir resignadamente ser baratos en vez de reclamar los recursos mínimos con los que hacer dignamente un trabajo que la normativa y la sociedad nos encomiendan.

Las personas crecen y aprenden ligadas a contextos concretos ¿qué significa que un alumno de tercero de primaria no aprenda a leer correctamente? ¿qué valor tiene esto cuando ocurre a un número significativo de alumnos de un ciclo? ¿hay que brindar apoyo psicológico o logopédico a estos chicos? ¿debe implicarse sólo al profesorado de esos niveles en una respuesta más ajustada? ¿podemos enunciar propuestas en el nivel institucional, proponiendo un proyecto de promoción de la lectura que implique tanto a docentes como a padres y madres? ¿debemos reactivar las relaciones con la escuela infantil adscrita para potenciar actuaciones organizadas de prelectura y prescritura? Es posible que la articulación de lo escolar y lo psicológico nos obligue a valorar muchas de estas propuestas a la vez y que debamos pensar por qué un chico no puede manejar el “orden” de las letras, confundiendo constantemente b y p, d y q, y también qué valor tiene en una comunidad la competencia de “leer” los mensajes de la institución escolar o el contexto social en el que se encuentra.

Integrar lo comunitario en la práctica psicológica u orientadora nos obliga a pensar en términos profesionales en lo político. Pensar, por ejemplo, en convivencia escolar en este marco remite al aprendizaje sobre el poder que todo centro puede ofrecer a sus integrantes. Significa poder hablar de lo legítimo y lo ilegítimo de la autoridad, de la necesidad de reconocer el error como una de las posibilidades del quehacer adulto, de las condiciones sociales que se reproducen en la escuela y de las posibilidades de los protagonistas en transformar las condiciones con las que cada niño y cada niña entran en la escuela. En un sentido práctico esto nos lleva no sólo a hablar de normas y principios generales de la convivencia escolar, también del papel y el valor de los consejos escolares, las asociaciones de alumnos o el claustro como espacios de producción y responsabilidad democráticos. No sólo se trata de abrir espacios de mediación y prevención de conflictos, también se puede pensar el valor educativo y socializador de las estructuras de representación su impacto en las estructuras sociales establecidas.

Y si incluimos el análisis de lo político desde lo comunitario, no podemos menos que aludir a la función crítica del lugar de la psicología y la orientación en el orden educativo que los sostiene. Pensémoslo así, si psicólogos y orientadores cumplimos una función social en estas coordenadas sociohistóricas, a qué juegos de poder servimos, con quiénes nos encontramos enfrentados por cuestiones que trascienden lo personal o lo incidental en claustros y comunidades educativas. El análisis crítico de nuestra función social nos permite revisar con alguna distancia nuestro contexto de actividad y nos ayuda a delimitar los aspectos inducidos o poco claros. Pongamos un ejemplo: tras décadas en las que los maestros podían continuar su formación cursando una serie de materias de psicología, esta puerta se cerró a la vez que se ofrecía un estudio de “segundo ciclo” de psicopedagogía. En esos momentos la especialidad docente de los psicólogos o pedagogos en el sistema educativo se denominaba “profesor especialista de psicología y pedagogía” en una yuxtaposición tan compleja como infrecuente. Hace poco tiempo esta formulación se ha trasladado en “especialidad en orientación” y poco después de este movimiento reaparece como demanda la inclusión del psicólogo educativo en nuestro sistema escolar.

Pensando en las condiciones de los tiempos en los que nos ha tocado vivir y hacer psicología u orientación, señalaríamos la falta de definición como una cualidad de estos perfiles profesionales que históricamente tiene cierto interés. Concretamente, en nuestro sistema educativo, el orientador es un profesor cuya especialidad es la orientación. Esto parece poco relacionado con algunas de sus funciones más relevantes (evaluar, desarrollar programas, desarrollar actuaciones dirigidas a familias…) y si bien resulta aparentemente funcional al sistema, no hay que contar con un cuerpo específico o diferenciado, en la práctica resulta algo confuso y una fuente de complicaciones, como cuando el resto del profesorado no puede o no quiere entender que una evaluación de un alumno no es hacer un examen, o cuando toca manejar el secreto profesional en un aula en la que está un alumno que ha sido entrevistado con anterioridad. En esas ambigüedades se mueve también la cuestión de lo psicopedagógico que parece en ocasiones un refrito de psicología y pedagogía y no es ninguna de las dos cosas. Álvarez[5] planteó una imagen clara de la orientación psicopedagógica como una sofisticada tarta integrada por capas de distintos productos, con texturas, sabores y densidades diversos. La metáfora es potente, pero también peligrosa, pues no sabemos en qué condiciones esa sofisticación tan frágil se puede descomponer y transformarse en un batiburrillo sin utilidad.

Frente a una actitud un tanto omnipotente de la orientación (o la psicología) como una fuente de soluciones para todo, para todo aquello que ocurre en el contexto de los centros educativos, proponemos una revisión de las estructuras de orientación en la que pueda recogerse la diversidad y la complementariedad de funciones. Desde aquí reivindicamos una vuelta a lo interdisciplinar visto como articulación de distintos saberes que trabajan juntos para abordar problemáticas complejas y no como una amalgama. En este sentido no vamos a caer en la ingenuidad de proponer esquemas en los que todo se suma para bien, conscientes como somos de que el trabajo en equipo implica dificultades y costes importantes. Pero reconociendo el esfuerzo que eso requiere, podemos plantear que el abordaje de las dificultades del aprender y del enseñar puede requerir la concurrencia de profesionales de la psicología, la pedagogía, la educación social, la sociología… Y que eso nos obliga, entre otras cosas a la incómoda e imprescindible tarea de determinar campos de trabajo, analizar solapamientos, localizar ángulos muertos de cada disciplina… y articular formas de trabajo en las que la diferencia es además de una dificultad, una necesidad para atender una realidad múltiple y compleja.

Esta necesidad de clarificación también debe desarrollarse en relación a los otros grupos integrantes de las comunidades educativas. Esto lleva a revisar las articulaciones funcionales con los tutores, discriminar con algo más de exactitud los diversos “asesoramientos” que desarrollamos los psicólogos y orientadores en los centros educativos, aclarar nuestro papel y competencias ante las familias o marcar las posiciones válidas en cuanto a agentes comunitarios insertos en una red social territorializada.

Complementariamente, y a la vez que se puedan ir determinando con más precisión los lugares de cada uno y las diferencias que los caracterizan, va a ser más necesario –y posible- establecer espacios de formación permanente y supervisión. Menciono este último término a sabiendas de lo complicado que es hablar de ello en contextos educativos, a diferencia de lo frecuente que es escucharlo en contextos de intervención con personas (sean sociales, sanitarios o de otro tipo), parecería otro problema de discriminación dentro de nuestro campo profesional reconocer las diferencias “intergeneracionales” en las que la experiencia además de ser un valor en el escalafón lo es como un recurso de desarrollo profesional para los más curtidos y de ayuda para los más jóvenes.

Termino estos comentarios cerrando el círculo ante lo semántico y creo que preferiría la definición de psicólogo de la educación antes que la de orientador siempre y cuando la primera significara poner delante al sujeto que aprende en contextos educativos que a estos o al proceso mismo de aprender. A conciencia de que en la mayoría de las ocasiones unos y otros van juntos, encuentro un valor determinante al anteponer la persona y su desarrollo a cualquier otra condición o factor que resultarían secundarios al mismo. Antes un niño que desea o teme que un proceso lector anómalo; antes una chica que quiere armar su proyecto vital que una elección de ciclo formativo; antes unos padres angustiados que un problema de disciplina; antes la construcción de vínculos entre personas que sostienen instituciones que el cumplimiento de un programa municipal.



[1] Fernández Sierra, J.: Orientación y transición en Educación Secundaria Del dirigismo a la integración curricular. Revista Cuadernos de Pedagogía. Nº 282, Julio-Agosto 2005

[2] Meneses Díaz, G. (2007). La orientación educativa y las aporías de la sociedad del conocimiento. Odiseo, revista electrónica de pedagogía, 4, http: / /www.odiseo.com.mx/2007/01/meneses- orientacion.html

[3] Aniscow, M. (2001): Editorial Narcea

[4] Morin, E., Ciurana E.R. y Motta, R.D. (2002): Educar en la era planetaria: el pensamiento complejo como método de aprendizaje en el error y la incertidumbre humana. Edita Universidad de Valladolid/UNESCO.

[5] Álvarez González, M. (1995): Orientación profesional. CEDECS.